No tenía laburo y debía todo el puñado de monedas que tenía en el bolsillo. No era que la estaba pasando mal, pero el trabajo –dicen– dignifica.
No sé qué hacía en la esquina de Chiclana y Donado cuando se acercó Gustavo, un rusito que llevaba su actitud de callejero adulto en un cuerpo de 11 años.
–¿Querés una estampita? –tenía un toco, algunas se repetían. Me las mostró como si fuéramos a cambiar figuritas.
–No tengo plata –le dije y seguí en la mía.
–¡Dale! Una moneda –me prepeó–. ¿No tenés laburo? Bue, tomá, para que consigas.
Me regaló la estampita de San Cayetano, el santo católico del pan y del trabajo.
Y al tiempo conseguí laburo. Se lo atribuí a la estampita. Flasheé que Gustavo era una extraña reencarnación. Guardé la imagen como un amuleto en mi billetera.
* * *
Hago fila para cargar gas en la estación de Parchappe. Un flaco me hace señas. Vende estampitas y rosarios. Me hago el distraído, pero insiste. Le hago la seña del no con la cabeza.
Pasan dos pibitos sucios. Uno salta y el otro hace cuatro jueguitos con el chicle que acaba de escupir. Uno se ríe. El otro pide monedas a una vieja.
Avanzo en la fila y pasa el vendedor de rosarios. Ahora le compro una, la de San Cayetano.
Pura cábala.
* * *
Mi vieja siempre le prendió velas a San Cayetano. «Para que les traiga trabajo», nos explicó varias veces.
Pero, por las dudas, también hizo lobby con otras confesiones: le puso monedas a un mini buda de plástico dorado, le enroscó un billete de dos p en la trompa a un elefante celeste, colgó monedas chinas con un hueco cuadrado en el centro, enterró cosas en las macetas y, en un arrebato new age, le puso todas las fichas a una pirámide cuadrangular transparente.
Nunca sobró nada y nunca nos faltó. Aguante esa multi-fe.