Llora a gritos y no se le entiende.
Lo rodean otros nenes iguales: rubiecitos, de ojos muy claros, penetrantes. La más grande de todos el raja algo que parece una puteada a otro.
–Jalaiiijalajal –le grita y lo saca corriendo mientras le junta la plata que se vuela al que llora desconsolado.
Se me ocurre que son gitanos.
Casi todos miran, miramos la escena. La dama se agarra la cartera y el caballero vigilantea sus bolsillos. Se evita el contacto y la escena pasa. La ciudad es muy grande y tiene temas más importantes que atender.
El estigma gitano me pega y prefiero seguir caminando.
* * *
Mi vieja contó alguna vez que un gitano rubio y de ojos muy claros la maldijo en 1982 y le preanunció la muerte de mi viejo.
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Es octubre de 1976 y María, británica de Gibraltar y gitana, conocerá en Londres a un cabo de la Marina argentina que no va a quedarse más de dos años en una base inglesa.
Cuando le toque regresar, ella se volverá con él, se casarán y tendrán hijos, perdices y electrodomésticos.
Pero las perdices se cocerán amargas y la casa llena de artefactos no va a alcanzar para disimular un rincón vacío que le quedará el día que deje Inglaterra, Gibraltar y una ristra de hijos de otro matrimonio que ya fracasó.
Hijos que el padre no le permitirá ver hasta que se vuelva muy viejo y los hijos se vuelvan padres. Ella seguirá joven, porque cuando los parió era mucho más joven.
Por facilidad o desconocimiento, acá le van a decir la gallega, aunque su lengua disparará puteadas andaluzas.