(Advertencia: respirá hondo
que hay pocos puntos y aparte.)
¿Encararla para qué? ¿Para revelarle que inventé los detalles de su cara, su voz y sus actitudes mientras se acercaba mi hora de despertar del sueño en el que una representación fantasmal de ella me confesaba el dilema que la aturdía y que después pondrá su cabeza sobre la picota, porque aquel símil conocido que hace mucho que no veo le dirá que hasta ahí llegaron, hasta ahí se bancó el albedrío con el que dio rienda suelta a su lascivia, al afrodisíaco deleite que le produce la adrenalina que destila cuando lo engaña sin ser descubierta flagrante, mientras el leño de su pasión descarrilada y dirigida a otro que no sea él, todavía arde incandescentemente rojo? ¿Para hacerle ver que la realidad que la circunda, la rutina que programó, la ropa con la que se vistió hoy, el colectivo que está a punto de abordar y aquello para lo que se dio vuelta a ver no le pertenece, escapa del alcance de sus manos que ahora lleva en los bolsillos o que quizá no existan porque en mi sueño nunca las vi, es en rigor su irrealidad, su no-lugar, porque está fuera de la cabeza que la pergeñó: la mía?
¿O para que deduzca equívocamente que mi desubicación es una maña, un artificio para encararla, como si propósito y efecto redundaran en sí mismos, en un circuito cerrado, para abordar una charla que rebotaría aquellas frases que intercambiamos en el sueño y que fueron el prolegómeno de su confesión descarada: que me daría si no estuviera vigilada?
Pero aquellas excusas no me sirven porque la razón que ocultan es otra que más tiene que ver con una predilección por no innovar en cuestiones emocionales ligadas a nociones de predestinación, revelaciones oníricas y la transmigración de las almas, idioteces con las que quemaba las tardes largas de mi adolescencia en la habitación-fortaleza-tugurio-temploesotérico en la que a veces dormía.
Pero, ¿por qué la sorpresa al verla? Porque al despertar y tratar de recordar los detalles de su rostro, de su voz y de su actitud creo caer en la cuenta de que la chica es un fantasma, una amalgama de rostros, voces, actitudes y cualidades, todas juntas puestas al servicio de mi placer onírico, como el tipo hecho de barro en las ruinas circulares o venido de algún planeta con desilusión, un estereotipo sólo mío, pero no, la veo ahí, vivita, coleando, dándose vuelta para mirar algo justo cuando yo la miro, y la recuerdo, conocida de hace unas ocho horas, cuando dejé de masticar su imagen cuando todavía persistía en mi cabeza.
¿Y qué espero que diga si la encaro: “Ah, yo también soñé lo mismo”? ¿O qué pretendo que haga: que me dé un beso, una piña, un número de celular, un tarjebus de regalo por el momento bizarro, psicodélico, humorístico que le hago pasar mientras aguanta el frío hasta que llegue el colectivo que espera, según el plan trazado por su rutina que por un momento se perturba pero que no tardará en volver al equilibrio del que no debería haberla sacado cuando le salte con mi pregunta desubicada, y que después, cuando suba al bondi rojo, real, palpable y en el momento en que la máquina le escupa con gracia robótica la tarjeta de cartulina con la que pague el pasaje, se dé vuelta a ver algo y ese algo sea yo?