La cena de los muertos

|
(La lista numerada de invitados “especiales” está al pie del texto.)


La mesa ya servida y yo sin conocer a nadie.

Están el Narigón del siglo, el Gato carnicero (de profesión), el Bonete, un cana con ojeras, el otro Narigón (1), Bulla (2), Cóndor (3) y el Paya (4). Después entran el viejo Tito, el viejo Pedro (5) y el Dani Domínguez (6).

Creo que a la festichola también llegan el fraticida, el pibe de la gestoría y otra gente.

Todos se acomodan detrás de mí para la fotografía, acartonados como las figuras de la tapa del Sargento Pimienta.

¡Plaf! El flash blanco.

Es una foto mental, onírica, un vaho de imágenes paridas entre el estado alfa y el insomnio. Nada tiene que ver con nada. Ni con la realidad.

La ficción cobra credibilidad cuando el Narigón del siglo hace el ademán ese de señalar con las cejas al banquete que espera.

El menú es volátil y escaso, pero el hambre no va a aparecer esta noche.

Los de los apodos más obvios son los primeros en degustar. Es un ritual y hay respeto. Nariguetean con estilo, sin lamerse la dentadura.




Todo lo anterior es el sueño premonitorio de lo que va a pasar esa noche...




1. Lo mataron en la cárcel.
2. Lo mató el sida.
3. Se inyectó hasta mayonesa en las venas, pero murió de sida.
4. Muerto que camina. No sé qué número es, sino lo jugaba.
5. No recuerdo si está muerto. Mientras escribo su nombre, una puerta berrea y se abre un poco. No hay viento.
6. Víctima de un crimen pasional.

Mi escala del miedo

|
falta de inspiración seguida de susto
temor a la boludez
miedo al vacío
terror blanco
pavor a la nada
horror por la ausencia
falta de palabras seguida de pánico
atroz espanto de ser un mediocre


No entraron julepe ni escalofrío